Si bien es cierto que la mayor parte de las empresas se han esforzado por desarrollar productos con bajo VOC y capacitar a sus principales compradores en la disposición de los residuos peligrosos, aun tenemos un eslabón de la cadena suelto: los usuarios finales.
El segmento arquitectónico es el que presenta mayores índices de consumo y facturación en todos los países de América Latina. Buena parte de esas pinturas son compradas y aplicadas por usuarios finales o “maestros” de obra, cuyo conocimiento técnico se limita a la experiencia.
Por lo general, cuando ellos finalizan su trabajo, dejan la pintura en los empaques originales hasta que se solidifica y luego la botan como si fuera un residuo común; y repiten el mismo procedimiento con las estopas, brochas y mezcladores. Pero el caso más preocupante es el de los restos de pintura mezclada con agua o disolvente que, al no poder ser devueltos a la lata, terminan en las alcantarillas, generando un problema de contaminación serio en las fuentes de agua.
El caso de Conneticut se hace interesante porque la recogida de desechos se realiza en las tiendas minoristas o “centros del color”, en donde se les explica a los compradores qué pueden devolver y cómo hacerlo.
El beneficio ambiental es incontable, especialmente si se considera que sólo en ese estado se venden 7,4 millones de galones de pintura cada año, 10% de los cuales convierte en residuo.
¿Qué pasaría entonces si se adopta un sistema similar en países como Brasil, donde cada año se venden más de 1.300 millones de litros de pintura; o México, donde se comercializan cerca de 590 millones de litros anuales?
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